Una
cucaracha cruza la calle dejando las huellas de sus patas escuálidas sobre un
enorme manto de ceniza. A medida que avanza, su rastro va siendo borrado de
manera implacable por esporádicas ráfagas de viento y lluvia ácida que cubren la ciudad. Los pocos edificios que aún se sostienen en pie son guaridas de
cucarachas, los únicos organismos vivientes que pueden desplazarse a sus anchas
entre las ruinas. Hace mucho tiempo que los días son crepúsculos perpetuos, y
los edificios —otrora orgullo de la ingeniería humana—, agonizantes
construcciones devoradas por la maleza, bajo un cielo rojizo e indescifrable.
Vistos desde el espacio, los continentes, las ciudades, los barrios y las
calles forman una gran mancha gris de lo que alguna vez fue vanidad humana: sus
obras de cemento.
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