¿De quién será la culpa de estas ganas de morirme que tengo hoy? De esta desidia para levantarme de la cama y desayunar, de esta nostalgia perjudicial que traigo a cuestas, de esta opresión profunda en el pecho, de este remordimiento cruel de repasar una y otra vez lo que pudo haber sido y no fue.
¿La
culpa será del árbitro estadounidense, Mark Geiger, que pitó a favor de los
ingleses durante los 120 minutos? ¿O del VAR omnipresente que no quiso ver lo
que no convenía? ¿O más bien de Néstor José Pékerman por esa estrategia tan
mezquina de poner al equipo solamente a defender? ¿O de los muchachos que salieron a la cancha muertos del susto igual que hace cuatro años contra Brasil?¿O tal vez de Carlos Sánchez
por ese penalti innecesario ? ¿O quizá de la prensa deportiva
criolla, experta en vender humo, ilusionar y distraer, al convencernos de que teníamos
un gran equipo? ¿O acaso de la Federación que anda más preocupada por las
relaciones públicas y llenarse los bolsillos que en construir procesos sólidos con
las selecciones juveniles?
Esta
mañana, mientras me lavaba los dientes por inercia, reconstruía cada una de las
pocas opciones de gol que tuvo la Selección Colombia contra Inglaterra antes de
quedar eliminada del Mundial. Y entonces irremediablemente entré en el consuelo
inútil de las suposiciones. Y si Sánchez no hubiera tumbado a Kane dentro del
área de penal, y si Ospina lo hubiera atajado y si Cuadrado hubiera metido ese
balón que mandó a las graderías diez minutos antes de terminar el partido.
Hipótesis todas que siguen dando vueltas en mi cabeza desde anoche cuando no
tuve más remedio que apagar la luz y enfrentarme a la espantosa idea de tratar
de dormir, sabiendo que la ilusión mundialista había terminado prematuramente, otra
vez.
Lo
peor es que cada cuatro años se repite la misma historia. Un año y medio
sufriendo las eliminatorias suramericanas, después viene el orgullo de estar
entre las cuatro que representarán al continente. Meses después, el sorteo de
los grupos. Y allí, que nos tocó uno de los más asequibles, sin ningún campeón
histórico, solamente la modesta Polonia, los africanos de Senegal y Japón, al
que goleamos hace cuatro años. Que pudo ser peor, como a Perú que le tocó con
Francia o a México con Alemania y Suecia juntas. Mentiras todas, alimentadas
por la prensa, que terminamos por creer y convertir en verdades absolutas.
En
muchos países de Suramérica, no hay mayor expectativa que el debut de su
selección en el Mundial, es una pasión que se vive casi con la misma devoción
con la que se va a misa o se bautiza a un retoño. Por algo Eduardo Galeano
decía que “el fútbol es la única religión que no tiene ateos”. Y al final todo eso
para nada, porque desde hace 16 años que no somos campeones. ¿Ven cómo hablo
del “nosotros” cuando me refiero a América del Sur?
Al
final, en esa ficción de la guerra entre naciones que es un Mundial de fútbol
no hay mayor goce que vengar en la cancha lo que no que no se pudo defender con
el ejército. Así, Diego Maradona se convirtió en héroe nacional por eliminar a
Inglaterra con dos goles inolvidables, justo cuatro años después de que
Argentina perdiera la Guerra de las Malvinas. Para quienes nacimos en esta región,
devastada y saqueada por colonizadores europeos, el Mundial de Fútbol siempre
será una oportunidad de desquitarnos por tantos siglos de injusticias; el progreso
de Europa fue a costa de la pobreza de América.
Por
eso es tan triste ver que los últimos mundiales los ganan países europeos, que potencian
sus selecciones nacionalizando jugadores extranjeros con un argumento
irresistible en nuestro tiempo: el dinero. Es el caso de Francia, selección en la que 15 de sus 23 jugadores son hijos de inmigrantes. En la religión del
capitalismo en que vivimos, el espectáculo que organiza la FIFA cada cuatro
años, es una de las mayores manifestaciones de poder, como de las que se
jactaba, otrora la Iglesia Católica. Amén.
Pero
a veces pienso que la culpa es únicamente mía. Por ilusionarme cada cuatrienio
con el sueño cada día más lejano, cada día más codiciado de ganar un Mundial; por
querer volver a ser aquel niño de ocho años que lloraba de felicidad cuando su
equipo ganaba un partido; por atormentarme cada año en que no hay Mundial, por considerar cada uno de esos años como años perdidos, años inútiles. Ya tengo 52 años de edad y mi vida no
se puede seguir dividiendo en Mundiales de Fútbol. Es hora de que me empiece a
responsabilizar por mis actos y sus consecuencias. Yo soy el único culpable de esta fe ciega que me inunda cada cuatro años, de esta culpa inmensa, de esta perpetua
infelicidad…
@Tecnorot
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