domingo, 5 de febrero de 2017

¡Yo voté por el No, dotor!

 



—Si los colombianos fueran dinosaurios hubiesen votado por el meteorito— sentenció Carlos Rodríguez, funcionario público, con la mirada fija en su copa.

—No es para tanto, dotor. Simplemente los colombianos le dijimos No a unos acuerdos que no le convenían al país— le replicó Álvaro Solano, su conductor, mientras servía otra tanda de aguardientes.

—¿Y otros 50 años de guerra nos convienen más? — gruñó, tomándose el aguardiente de un solo trago.

— ¿Pero a qué costo, dotor? Prefiero vivir en un país en guerra, que en un país entregado al castrochavismo.

— ¡Y dale con el castrochavismo! ¿Dígame qué coños entiende usted con esa palabra tan mentada en los noticieros?

—Nada más y nada menos que entregarle el país a las Farc, volvernos como Venezuela. ¿Le parece poquito, dotor? — masculló Álvaro, mientras servía el último trago de la botella.

—¿Y es que acaso vivimos en Suecia? No se da cuenta que  durante 200 años nos han gobernado las mismas 10 familias, y usted a estas alturas creyendo que las élites colombianas le van a entregar el país, así no más, a las Farc. ¡Qué cuento tan chimbo! Eso sería desconocer toda la historia de guerra y sangre que a ha pagado Colombia en más de cincuenta años. 

—¿Y qué me dice del sueldazo que les van a pagar a esos guerrilleros de mierda cuando se desmovilicen, y peor aún, con nuestros impuestos?

—¡Bahh! Esa es otra falacia que les metió en la cabeza la oposición a ustedes, a los del No; la misma falacia que les metieron con la ideología de género a los cristianos que se sumaron al No; la misma falacia que les metieron con el cuento de que iban a imponer un impuesto de posguerra a los empresarios que también votaron por el No; la misma falacia que les metieron a los soñadores e idealistas que votaron por el No simplemente porque con el Sí no se arreglaban todos los problemas de este país,—dijo Carlos, con la mirada perdida, como si en ese preciso momento le hubiera llegado la mayor de las epifanías.

—¡Mesero!… Tráiganos otra botella de guaro.

En ese momento Álvaro había dejado de prestar atención a su interlocutor. Pasaba cuidadosamente las hojas de su cuaderno de recetas buscando algo, con el mismo escrúpulo con que extraía minas ‘quiebrapatas’ en su finca, 10 años atrás, antes de que la guerrilla se tomara el pueblo e hiciera una terrible masacre en la que perdió a varios de sus paisanos, y a su familia.

—¡Aquí está!— exclamó. Y extrayendo una antigua foto del cuaderno de recetas, clavó la mirada sobre su compañero, que se disponía a servir otra ronda de aguardiente.

—Estas eran mi vieja y mi hija, dotor. ¿Bonitas, no? Pues un día un grupo de treinta hijueputas se metieron a la finca, mataron a los perros, las sacaron de la casa, y en el patio, junto a la sangre de los animales, las violaron una y otra vez; toda la tropa les pasó por encima. Las mataron, al igual que los paisanos de las fincas vecinas,  por la sospecha de que ser colaboradores de paramilitares. Yo, desde ese día dejé de tener paz, dotor, y todavía me despierto a medianoche con las mismas pesadillas.

A pesar de que ya estaban terminando la segunda botella de aguardiente, Carlos había adquirido una palidez fantasmal, lo escuchaba petrificado. Por un segundo dimensionó la guerra que hasta entonces había consumido como noticias y estadísticas que veía por televisión, muy lejos de su sofá. En ese momento, todos sus argumentos se derrumbaron como un castillo de naipes, con el desgarrador testimonio de una víctima más, de un conflicto armado que él veía demasiado lejos para ser verdad.

—Por eso dotor yo no quiero que el Gobierno llegue a un acuerdo con esa guerrilla, yo lo único que quiero es que el Ejército y los paras los exterminen, así como ellos lo hicieron con mi familia.

—¡Para eso pagamos impuestos, dotor!

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