jueves, 7 de febrero de 2019

Hienas



Estábamos confinados en la madriguera. Mis compañeros dormían. La luna impávida mirándonos a través de los siglos. La oscura noche, su oscuridad inmensa. Yo salí a la superficie y me tumbé sobre la hierba a contemplar las estrellas. Hacerlo de día sería un suicidio; el sol de candela nunca lo permitiría. De pronto, un pastor de tez cobriza pasó arriando un pequeño rebaño de ovejas.


«El hombre es el peor de todos los animales »

K. de Waard.

Estábamos confinados en la madriguera. Mis compañeros dormían. La luna impávida mirándonos a través de los siglos. La oscura noche, su oscuridad inmensa. Yo salí a la superficie y me tumbé sobre la hierba a contemplar las estrellas. Hacerlo de día sería un suicidio; el sol de candela nunca lo permitiría. De pronto, un pastor de tez cobriza pasó arriando un pequeño rebaño de ovejas.

Un aullido en la lejanía. Segundos después, varios aullidos ahogados brotando de los matorrales. Me senté para tratar de divisar algo en la penumbra. De pronto lo que había estado muy lejos estuvo muy cerca: una jauría de hienas me rodeaba. Los destellos de sus ojos, luminosos como el oro, dejaban entrever unas ansias de venganza milenarias, sus cuerpos recios y elásticos daban la impresión de haber sido forjados a punta de látigo. Una de las fieras se colocó entre el agujero de la madriguera y yo, impidiéndome una huida que hubiera resultado tan fácil como cobarde.

—Estamos muy felices de verte. Hace mucho tiempo perdimos la esperanza de volver a probar carne humana... Algunos decían que ustedes se habían extinguido. Y a juzgar por las ruinas de sus ciudades, las profecías parecían ciertas —dirá una de las hienas.

—Al ver el fuego decidimos venir hasta aquí. Ustedes, con sus manos todopoderosas, son los únicos animales capaces de crearlo—dirá otra. Mientras el resto bufaban, emocionadas.

—Yo tampoco había visto un animal cuadrúpedo en mucho tiempo. Nos acostumbramos a sobrevivir comiendo semillas y plantas. Nos volvimos sedentarios. Cazar quedó en el pasado. Pero, ¿qué quieren de mí, hienas?    

Mis palabras parecieron excitarlas aún más. El círculo se fue cerrando hasta el punto de asfixiarme. Todos babeaban y bufaban. El olor que expelían de sus fauces era repugnante.

—Los sapiens como siempre tan ansiosos, tan impacientes. Pero sabemos que no estás solo, simio. Lo podemos oler. ¿Cuántos más integran tu manada?

—Somos muchos y todos tenemos fusiles. Podríamos acabar fácilmente con millones de ustedes, si quisiéramos —respondí por inercia, con más miedo que cualquier otra cosa.

—¡No mientas! —chilló. — Todas bufaban. Veo que no tienes mucho contacto con hienas. Deberías saber que nunca en la historia del mundo las hienas han temido a los hombres, mucho menos ahora que ustedes viven en madrigueras y son perseguidos por los pájaros metálicos que vuelan bajo y todo lo ven.

—Me sorprende que estén tan enteradas de las cosas del mundo. Reconozco que evidentemente estamos en una situación de desventaja frente al nuevo orden mundial, pero insisto: ¿Qué quieren de mí, hienas? ¿O de nosotros, como especie?

—Al igual que ustedes, los pájaros metálicos que vuelan bajo nos están exterminando —masculló. Al igual que ustedes fuimos desplazados por una inteligencia superior. Esas cosas no nos necesitan para alimentarse. Todas las especies fuimos condenadas a engrosar el infame lugar de la irrelevancia, a morirnos por miles en medio de la absoluta indiferencia. Pero precisamente  —señaló, levantando las orejas y apuntando el hocico hacia el cielo— esa destreza que solo ustedes tienen en las manos es la que puede cambiar la situación.

De repente, todas las demás hienas dieron unos pasos hacia atrás. Agazapada y con la cola entre las patas, una de ellas se fue acercando lentamente con un objeto entre sus mandíbulas que dejó caer a mis pies. Al recogerlo me di cuenta qué clase de herramienta era. Un destornillador.

— ¿Y qué esperan que haga con esto, hienas?

—Algo parecido a lo que hicieron tus ancestros con la piedra, con el hierro o con la rueda.

—Esos inventos ocurrieron gradualmente en un proceso que tardó millones de años —la interrumpí. En cambio, estas cosas evolucionan en segundos. Y esa herramienta, que ingenuamente tú compañera me trae, es completamente obsoleta. Por si no lo sabían, hienas, hace muchísimo tiempo los hombres perdimos la capacidad de desarmar las cosas del mundo. Hoy nadie sabe cómo funciona nada. El mundo es una enorme caja negra. ¿De qué serviría un destornillador insignificante ahora?

En ese instante estalló un gemido colectivo que se confundió con risas entrecortadas, risas nerviosas. Las hienas empezaron a relamerse.

—Hubo una época en que tus congéneres sabían sacarle provecho a ese pulgar oponible. Pero veo que hablas desde lo más profundo de tus temores. Y además estás absolutamente convencido de lo que puedes, o mejor dicho, de lo que no puedes hacer! dijo la gran hiena. Hubo un silencio espeso que se hizo eterno. Y luego, estalló la carcajada epiléptica de la jauría.

En ese instante me di cuenta que estaba completamente horrorizado. La hiena líder caminaba en círculos sin sacarme la mirada de encima y el agujero que conducía hacia la madriguera se encontraba despejado. A pesar de esa ventaja geográfica, descubierta tardíamente, no tenía la fuerza ni la agilidad necesarias para regresar a la madriguera sin ser destrozado por los colmillos de las fieras. Ni siquiera estaba seguro de asumir de nuevo mi rol de roedor para refugiarme en ese hoyo infame, en el que ahora debe permanecer confinada la especie humana.

Hombres roedores. Ignorantes del funcionamiento del mundo, de sus dinámicas, de sus lógicas. Incapaces de enfrentar a nuestro opresor, al que desconocemos por completo, atrincherados en el conformismo de nuestros temores. Evitar lo desconocido y juzgar todo aquello que nos resulte extraño. Seres inútiles, condenados a la triste felicidad de sobrevivir con las pequeñas comodidades que nos proporcionan nuestras madrigueras. No somos más que eso, pensaba.

De pronto, el balido de una oveja captó la atención de toda la jauría. Los ojos desorbitados del pastor a su regreso contrastaban con las pupilas dilatadas de las fieras que ya presagiaban el festín de sangre. Mientras tanto, la hiena líder caminaba lentamente en círculos, sin quitarme los ojos de encima, indiferente a lo que ocurría entre hienas y ovejas, bajo la mirada incrédula del pastor. 

— ¿Y tú por qué no te unes a tus compañeras? —titubeé.  

—Yo también aprendí a modificar mi dieta —masculló. Ahora solo como carne humana.                     

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