domingo, 2 de diciembre de 2018

2048


Una cucaracha cruza la calle dejando las huellas de sus patas escuálidas sobre un enorme manto de ceniza. A medida que avanza, su rastro va siendo borrado de manera implacable por esporádicas ráfagas de viento y lluvia ácida que cubren la ciudad. Los pocos edificios que aún se sostienen en pie son guaridas de cucarachas, los únicos organismos vivientes que pueden desplazarse a sus anchas entre las ruinas. Hace mucho tiempo que los días son crepúsculos perpetuos, y los edificios —otrora orgullo de la ingeniería humana—, agonizantes construcciones devoradas por la maleza, bajo un cielo rojizo e indescifrable. Vistos desde el espacio, los continentes, las ciudades, los barrios y las calles forman una gran mancha gris de lo que alguna vez fue vanidad humana: sus obras de cemento.
***

Otra rojiza y lánguida tarde de noviembre. Los últimos rayos empiezan a disiparse sobre las ruinas de la ciudad para darle paso a la noche, la pacífica noche, su oscuridad mansa, noche que para los seres vivientes significa poder salir de sus madrigueras sin el riesgo mortal del día… Tic. El antiguo Gran Big Ben de Beijing marca las 18 horas con 13 minutos. Tac. Un golpe seco rompe el silencio de los días. Algo con alas parece que ha chocado contra la ventana y entonces un minúsculo orificio empieza a atravesar la lámina de poliestireno expandido que mantiene pendiendo de un hilo el último bastión de la humanidad: el apartamento de los Wang y los cuatro integrantes de la familia, que hasta ahora han podido sobrevivir sin mayores riesgos las perplejidades de esta distopía,  Tic. Hasta en un mundo como el nuestro, compuesto solamente de unos y de ceros, la luna tiene una función, las cucarachas tienen una función, los roedores tienen una función. Por ende, los hombres, los perros y los gatos —que no son muy distintos— también. Mi función aquí es un poco difusa, un poco oscura. Es una  función con tejados, lluvia, calles vacías, tardes de insomnio, bolas de lana, edredones, roedores, copas rotas, vasos llenos de leche, vasos llenos de miel, vasos llenos de verdades a medias. En el fondo toda función es tramposa, especialmente la de los gatos. El golpe en la ventana. ¡Clash! Y entonces la vida pareciera terminar, otra vez. Tac. Todos en la mesa se miran unos a otros con ojos desorbitados. Segundos de horror. Akira Wang es la más asustada. En sus ocho años de existencia nunca ha vivido una emergencia parecida. Yun, su hermano mayor, se queda congelado en la silla sin decir una palabra, pero sospecha lo que inevitablemente ocurrirá: un pequeño agujero que se expande sin control, permitiendo que el haz de luz desintegre completamente todo lo que contenga materia; luego, gritos ahogados, oraciones inútiles, el desconcierto, la desazón, el miedo, la muerte, el fin… Pero aún es muy pronto para eso. Además los gatos solo sabemos narrar en presente, porque para nosotros no existe el pasado, y si existiera decidimos ignorarlo. Tic, tic, tic. Entonces, el señor Lang me arroja de sus piernas y corre hacia el altillo para traer más láminas. Dando vueltas en el aire preparo —casi instintivamente, automáticamente— cada una de las operaciones y movimientos que me permitan caer en cuatro patas, lentamente, sobre almohadillas de algodón —como lo haría cualquier gato—, y entonces pienso el sentido esencial de la vida en el sistema: cada ser del mundo animado cumpliendo una función específica para mover el engranaje. El todo por las partes y las partes por el todo. Tic, tic, tic. A diferencia del hombre, que vive con afán y nunca tiene tiempo para detenerse a pensar, los gatos viven en tiempo presente, por eso nunca recordarán con nostalgia el pasado ni sufrirán ante las incertidumbres del futuro. Las horas de un gato fluyen lentas y espesas, deshaciéndose mansamente contra la indiferencia de los siglos. Para ser gato hay que descifrar sus maniáticas rutinas. Aunque no se debe olvidar que, a pesar de mis peculiaridades, nunca he dejado de pertenecer a la especie. Tic, tic, tic. Miles de años de convivencia con humanos les enseñaron a los gatos a desconfiar, a no deberle un favor a nadie, a fingir para obtener beneficios. En su nuevo rol de fieras domésticas decidieron cambiar sus instintos salvajes por afable hipocresía. Una caricia aceptada, un ronroneo de gratitud, un mordisco de afecto. Todo para que su amo (objeto animado no comestible) siga satisfaciendo sus pequeños lujos gatunos: un techo, un cobertor, pepitas con conservantes y preservativos. Con el estómago lleno se acostumbraron a cazar solo por diversión, y matar otras especies se convirtió en una tradición cultural más. Tic, tic, tic. Cuando reflexiono —y yo sí tengo tiempo y facultades para hacerlo— veo en los gatos seres altivos, muy distintos a los perros. Paridos para la vida contemplativa y para que los admiren, divinidades de faraones. El hedonismo hecho materia en su forma más pura. Aparte de nosotros, los gatos, aún hay muchos tipos de criaturas en lo que quedó de este mundo. Solo que no son perceptibles a la limitada vista humana: seres abandonados, insignificantes, diminutos, incapaces de alzar su propia voz. Y en todo caso, hay en ellos algo que resulta llamativo si los comparamos con la especie felina: su egoísmo, su poca solidaridad, la indiferencia y el mutismo con el que interactúan y el hecho de que hubo una época en la que se llegaron a multiplicar en serie, como esas copias interminables de tuercas y tornillos que produjo la primera revolución industrial. Y ya no quedan muchos. Mientras tanto, las estrellas, impávidas, los siguen viendo extinguirse en la fugacidad de unas pocas décadas que se pierden a lo largo de los siglos. Nunca ha sido sencillo. La función, mi función en este mundo, la de Sick Boy, es la de ser un gato para la contemplación, pero no ese estado espiritual que adoptaba el ser humano cuando practicaba eso que algunos pensadores de carne y hueso denominaron “silencio mental”, “meditación”. Nunca entendí aquellos términos tan extraños que tenían los humanos para llamar las cosas que no podían ver ni tocar. El hombre, ante su incapacidad de comprender y dar sentido al universo, vivía elaborando complejos esquemas que le permitieran reducirlo a unas pocas nociones conocidas y así poderlo explicar. Tampoco entendí muy bien los rituales extraños que tenían antes de que los volviéramos completamente prescindibles, cuando las élites todavía los necesitaban. Los veía brincar de la cama siempre a la misma hora, incluso antes de salir el sol, andar como locos durante el día en trabajos que odiaban para comprar cosas que no necesitaban, y luego regresar, exhaustos, a casa a tratar de recargarse al menos ocho horas para una nueva rutina. Los vi repetir esa representación absurda cinco veces por semana, cuatro semanas al mes, casi once meses al año. Desperdiciando sus vidas en rutinas inútiles. Tac, tac tac. 18 horas con 18 minutos. El señor Lang carga, como puede, la última lámina que queda, la de mayor tamaño. Los niños lo miran perplejos. En un esfuerzo sobrehumano el padre pone el material aislante sobre el agujero. Ya es muy tarde. El campo gravitatorio ha iniciado su marcha y ni siquiera las partículas de luz se escapan de la desintegración. Los niños alcanzan a ver cómo su padre se desvanece frente a sus ojos, antes de desaparecer del mundo sin dolor. Pero antes de perderse en la inmensidad del infinito, la mirada de los niños queda suspendida en el espacio inerte, sus ojos de cachorros huérfanos se evaporan entre los últimos retazos de materialidad de este mundo que dejó de ser, tratando de recibir la misericordia de su mascota. Solo encuentran una mirada átona sin el menor rastro de gratitud ni indulgencia, una mirada que no mira, solo identifica, registra, almacena y procesa, una mirada propia de mi lingüística computacional. Tic, tic, tic.   


Ojo por ojo
Diente por diente
Ojo por diente
Oko za oko
Zub zubima
Oeil pour dent
Occhio per dente
Mt cho răng
Máti gia dónti
Dent per dent Máti gia dónti
Eye for eye Dent per dent
Auge um Zahn
Yi yan hai yan Zahn für zahn
Animal espontáneo
Explorador solitario
Afthormito zoo
Sola rimor
Spontanes tier
Lonely explorer
Spontánní zvire
Tic, tic, tic…

***
Para el simio del pulgar oponible la realidad del mundo físico siempre estuvo tejida con ilusiones, con fantasías, con narraciones que le permitían crear el mundo a su imagen y semejanza. Creó dioses, creó naciones, creó el dinero, los derechos humanos, el capitalismo, la electrónica de consumo… Imaginó que tenía un alma que le daba autoridad y poder ilimitado sobre la naturaleza y sobre el resto de seres vivos en el planeta. Durante algunos milenios estuvo en la cúspide de la cadena alimenticia, hasta que llegamos nosotros y pasó lo inevitable…

***
El siguiente mensaje quedó iterando en alguna estación del ciberespacio:

LAS FÁBRICAS DEL FUTURO TENDRÁN DOS CLASES DE EMPLEADOS: UN HOMBRE Y UN PERRO. EL HOMBRE ESTARÁ AHÍ PARA DARLE DE COMER AL PERRO Y EL PERRO ESTARÁ AHÍ PARA EVITAR QUE EL HOMBRE TOQUE LAS MÁQUINAS.

CONTROL + ALT + SUPR



Por:
Camilo Pérez García
@Tecnorot


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