Todo individuo considera que los límites de su
propia visión son los límites del mundo.
Arthur Schopenhauer
A diferencia de
otras obras del género, “Un mundo feliz” vislumbró un futuro en el que la
sociedad sería controlada más por las distracciones y el entretenimiento, que
por la represión del Estado, el miedo y la censura, como ocurría a principios
del siglo XX —cuando se escribió la novela— con el auge de los totalitarismos
en Italia, Alemania, la U.R.S.S. y algunos países de Europa oriental.
Generalmente, el
lector de literatura distópica se suele encontrar con sociedades hipotéticas, herederas de un presente incierto y desesperanzador, donde un régimen
de carácter totalitario se vale del monopolio de la ciencia y la tecnología
para controlar a unos individuos, diminutos en un
universo que cada día les resulta más incomprensible.
Bastará mencionar
otros dos títulos que junto con Un mundo feliz componen la trinidad ilustre de
este subgénero de la ciencia ficción: 1984 de George Orwell y Fahrenheit 451 de
Ray Bradbury, para ver un común
denominador: civilizaciones esclavizadas por los medios masivos, las drogas y
la resignación, donde los avances científicos han deshumanizado a la sociedad a
un grado tan alto en el que el ideal de felicidad solamente puede ser alcanzado
por los individuos a costa de su propia libertad.
Como recordarán, en la utopía de Orwell la sociedad está en guerra
permanente, los gobernantes ejercen una opresión sádica sobre la
población mediante un todopoderoso y omnipresente Gran Hermano; mientras que en
la fábula de Bradbury se presenta una sociedad hipotética donde los libros
están prohibidos y los bomberos los queman.
En cambio, la
sociedad descrita en Un mundo feliz es la de un Estado Mundial en el que la
guerra ha sido eliminada y en el que el objetivo principal de los gobernantes
es evitar a cualquier precio los conflictos. La población es controlada, de
manera imperceptible, con eslóganes, hipnopedia y una droga llamada soma, “sustancia destinada a proveer al
ser humano de una efímera y falsa libertad y de mantenerlo así en un eterno
letargo mental que elimina, por tanto, su capacidad de pensamiento libre e
individual y lo convierte en un elemento pasivo del sistema”.[2]
Herbert Marcusse [3] intentaría
desenmascarar, dos décadas después y soportado en la Teoría Crítica, rasgos
totalitarios de las sociedades industriales avanzadas del mundo occidental, ocultos
en el seno de las democracias liberales que mediante la manipulación de las
necesidades de los individuos condicionan los contenidos de la conciencia.
Al igual que
Marcuse y Borges, quien dijo que “la democracia es una superstición”[4], Huxley,
en su ensayo “La propaganda en una sociedad democrática”, advirtió que las
democracias capitalistas hacen parte de esta gran ilusión de libertad que ha
prevalecido en Occidente gracias al desarrollo de los medios masivos de
comunicación, interesados no en lo cierto ni en lo falso sino en lo irreal, o
en otras palabras: en lo completamente irrelevante.
Le preocupaba
especialmente que llegara un momento en que el desarrollo de los medios de
comunicación ofreciera a los individuos tanta información que éstos no supieran
qué hacer con ella, y en consecuencia la verdad quedara ahogada en un mar de
irrelevancia.
En la Era Digital
actual, los individuos además de ser consumidores también somos el producto, y de
esa manera pasaron a ser simplemente piezas de un inmenso engranaje el cual no
pueden enfrentar, porque ni siquiera consiguen percibirlo ni entenderlo, por tanto
solamente les queda la opción de integrase a él por medio del trabajo y del
consumo.
Un control mucho más
sofisticado y efectivo de lo que hubiera imaginado Foucault; una economía de la
atención donde los datos son el nuevo petróleo y los usuarios el producto; un
mundo en el que la adquisición constante de bienes materiales e inmateriales (en
forma de dopamina digital) llevaría a los individuos a querer consumir de
manera impulsiva cada vez más; consumidores que por el hecho mismo de
encontrarse inmersos dentro de unos entornos digitales que evolucionan muchísimo más rápido que sus usuarios serían incapaces de entender los efectos
de esta ‘nueva droga digital’, sencillamente porque sus facultades cognitivas probablemente ya
habrían sido alteradas por dicha tecnología. Esta situación
alteraría irremediablemente la noción de realidad que los individuos tienen sobre
el mundo, un mundo que hace décadas dejaron de comprender, cosa que además los
hace inofensivos para el sistema.
En suma, la visión
de sociedad distópica de Huxley cabría en la de una dictadura perfecta con el
aspecto de una democracia, un sistema de explotación en el que gracias al
consumismo —fomentado por el sistema capitalista— los explotados amarían su
servidumbre; una prisión sin barrotes ni muros en la que los reclusos ni
siquiera soñarían con escapar.
Por Camilo Pérez García
Bibliografía
Huxley Aldous, Un
mundo feliz, Madrid, Ediciones Cátedra,
1932,
Huxley Aldous, Retorno
a un mundo feliz, “La propaganda en una sociedad democrática”, Capítulo IV,
Madrid, Ediciones Cátedra, 1958.
Kaku, Michio, La
física del futuro, Barcelona, Editorial Debate, 2011.
Marcuse Herbert, El
hombre unidimensional, Barcelona, Editorial Planeta-Agostini, 1964
Sabato, Ernesto, Hombres
y engranajes, Buenos Aires, Emecé Editores, 1951.
[1] El título original del libro es “Brave New World” (1932) y fue
extraído de una frase de la joven Miranda en el acto quinto de la obra de
teatro “La tempestad” de William Shakespeare. “O brave new world, / That has such people
in’t!”.
[3] (Marcuse 1964 34)
[4] "La democracia es una superstición", diario El País de España, 8 de septiembre de
1976.
Ciencia, progreso y tecnología el gran tridente que nos subyaga. Tal vez la alternativa sea el desapego de todos los artificios infundados, ¿cómo individuos lo deseamos? y de ser así, por qué no actuamos. Desomatizate como lo propone Bernad.
ResponderEliminar