lunes, 17 de junio de 2019

Alienados



Hay en Bogotá un número cada vez mayor de seres anónimos, desamparados, famélicos, que no conocen a nadie, que deambulan por las calles, ansiosos, con la mirada perdida, la piel tostada por el sol, que permanecen en los semáforos esperando una monedita con el chantaje moral de la caridad. En sus gestos repetitivos y perturbados, reconocemos a los eternos desposeídos, caras ignoradas que de tanto repetirse ya no nos dicen nada, individuos que fueron marginados del engranaje económico y social.

Estos individuos llegaron de cualquier parte pero no van hacia ningún lado. Deambulan en las calles como si estuvieran desprovistos de pasado y de futuro, alimentándose del rencor atávico de no poseer. Saben que las oportunidades están por debajo de sus capacidades, eso los llena de frustración y de rabia. Aun así no dejan de llegar, de estar, de procrear, de reproducirse como conejos e inundar las calles con sus bendiciones, anhelando aquello que sienten que por derecho les corresponde, llenando la gran olla de presión de la desigualdad social en la ciudad. Una turba de piñones sueltos a punto de explotar.

Cuando nos topamos con ellos podemos reaccionar de dos maneras: unas veces, la mayoría de ellas, con culpa, una culpa compasiva, que se manifiesta en el cuerpo y que fue inculcada a través de los siglos por la tradición judeo-cristiana; otras veces nuestra reacción es sencillamente el repudio, cuando el pudor supera la culpa, y entonces intuimos en ellos algo desagradable, que nos repugna y nos causa un terror familiar al mismo tiempo. Pues distinguimos en ellos horrores que no nos son ajenos, de alguna manera ellos representan la caída que cualquiera de nosotros podría llegar a sufrir. Aprendimos que la vida de un hombre se reduce a la lucha diaria por no caer en la ruina.

Pero hay otros seres invisibles que andan por nuestras ciudades, como una gran peste que sin ser mortal se extendió por todo el planeta. Seres fantasmales que están mimetizados en el trabajo, en las universidades, en las familias. Pasan desapercibidos entre la multitud, pero vistos desde fuera son cientos de millones de puntos repitiendo los mismos patrones en el inmenso algoritmo de la existencia. Más que individuos parecieran ser una gran masa amorfa empujada por algo mucho mayor e inefable. Como un gigantesco enjambre de moscas avivado por el viento.

Los convencieron de que eran parte de una generación que no quería tener vivienda, un empleo estable o hijos, pero la verdad es que sencillamente no tenían los medios para alcanzar las pequeñas comodidades que sí tuvieron sus padres. Les dijeron que eran inestables y que por eso se aburrirían rápidamente de los empleos. Otro eufemismo para hablar de contratos temporales sin prestaciones sociales ni derechos laborales. Les dijeron que lo único importante era el individualismo. La generación del Yo, Yo, Yo, cuyo ego seguía siendo alimentado por el ocio y el consumo. Les dijeron que viajaran mucho y se tomaran muchas selfies en los mismos lugares donde ya habían estado otros, para que siguieran enalteciendo el verbo sagrado de consumir.

Esta masa enajenada camina por las calles en medio de una incesante interacción con las imágenes, tuits y juegos que salen de sus pequeñas pantallas, perfectamente aislados y perfectamente conectados con la interfaz del consumo. En la deshumanización que han sufrido, pasaron de ser consumidores a un dato más dentro del algoritmo.

Estos seres ni siquiera nos producen repugnancia, porque sencillamente no los vemos, o quizás hayamos creado un mecanismo de defensa para no verlos, para no molestarnos con su presencia. O quizás no los percibimos porque son piñones que están perfectamente engranados al sistema. Probablemente igual que nosotros. 

Esa invisibilidad me recuerda las películas de apocalipsis zombies en las que vemos hordas de muertos deambulando por las calles sin ningún propósito. Una gran jauría sin discurso ni sentido. Casi siempre a causa de una infección masiva. Un espantoso virus. Zombies que caminan vivos por el mundo pero cuyas miradas extraviadas revelan una ausencia de alma, una absoluta incapacidad de discernir.

Sospecho que la ideología del consumo es el virus invisible que como un fantasma se propaga a través de la omnipresente esfera mediática. Un virus que nos infecta por contacto visual, a través de las múltiples pantallas. Con noticias y publicidad, cine y televisión, videos y memes…  Un virus que nos obliga a construir la realidad a partir de las imágenes que observamos. Vide ergo sum, diría un Descartes contemporáneo. Y aunque intentemos desechar las toneladas de información que recibimos a cada minuto, en algún lugar de nuestro subconsciente quedarán alojadas para seguir moldeando nuestras acciones y nuestros pensamientos. El poder de la ideología radica precisamente en que nos impide ver lo que estamos consumiendo realmente, porque no solo estamos esclavizados por la realidad que nos impone, sino que cuando creemos que escapamos de ella con nuestros propios razonamientos, lo hacemos usando precisamente la razón que fue programada y enajenada dentro de la propia ideología. Zombies son los muertos que andan vivos en nuestras ficciones cinematográficas, pero zombies también son los vivos que andan muertos en el mundo, y que miran y replican muchos memes también.  

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