Hay en Bogotá un número cada vez mayor de seres anónimos, desamparados, famélicos, que no conocen a nadie, que deambulan por las calles, ansiosos, con la mirada perdida, la piel tostada por el sol, que permanecen en los semáforos esperando una monedita con el chantaje moral de la caridad. En sus gestos repetitivos y perturbados, reconocemos a los eternos desposeídos, caras ignoradas que de tanto repetirse ya no nos dicen nada, individuos que fueron marginados del engranaje económico y social.
Cuando nos topamos con ellos podemos
reaccionar de dos maneras: unas veces, la mayoría de ellas, con culpa, una
culpa compasiva, que se manifiesta en el cuerpo y que fue inculcada a través de
los siglos por la tradición judeo-cristiana; otras veces nuestra reacción es
sencillamente el repudio, cuando el pudor supera la culpa, y entonces intuimos
en ellos algo desagradable, que nos repugna y nos causa un terror familiar al
mismo tiempo. Pues distinguimos en ellos horrores que no nos son ajenos, de
alguna manera ellos representan la caída que cualquiera de nosotros podría
llegar a sufrir. Aprendimos que la vida de un hombre se reduce a la lucha
diaria por no caer en la ruina.
Pero hay otros seres invisibles que andan
por nuestras ciudades, como una gran peste que sin ser mortal se extendió por
todo el planeta. Seres fantasmales que están mimetizados en el trabajo, en las
universidades, en las familias. Pasan desapercibidos entre la multitud, pero
vistos desde fuera son cientos de millones de puntos repitiendo los mismos
patrones en el inmenso algoritmo de la existencia. Más que individuos
parecieran ser una gran masa amorfa empujada por algo mucho mayor e inefable.
Como un gigantesco enjambre de moscas avivado por el viento.
Los convencieron de que eran parte de
una generación que no quería tener vivienda, un empleo estable o hijos, pero la
verdad es que sencillamente no tenían los medios para alcanzar las pequeñas
comodidades que sí tuvieron sus padres. Les dijeron que eran inestables y que
por eso se aburrirían rápidamente de los empleos. Otro eufemismo para hablar de
contratos temporales sin prestaciones sociales ni derechos laborales. Les
dijeron que lo único importante era el individualismo. La generación del Yo,
Yo, Yo, cuyo ego seguía siendo alimentado por el ocio y el consumo. Les dijeron
que viajaran mucho y se tomaran muchas selfies en los mismos lugares donde ya
habían estado otros, para que siguieran enalteciendo el verbo sagrado de
consumir.
Esta masa enajenada camina por las
calles en medio de una incesante interacción con las imágenes, tuits y juegos
que salen de sus pequeñas pantallas, perfectamente aislados y perfectamente
conectados con la interfaz del consumo. En la deshumanización que han sufrido,
pasaron de ser consumidores a un dato más dentro del algoritmo.
Estos seres ni siquiera nos producen
repugnancia, porque sencillamente no los vemos, o quizás hayamos creado un
mecanismo de defensa para no verlos, para no molestarnos con su presencia. O
quizás no los percibimos porque son piñones que están
perfectamente engranados al sistema. Probablemente igual que nosotros.
Esa invisibilidad me recuerda las películas
de apocalipsis zombies en las que vemos hordas de muertos deambulando por las
calles sin ningún propósito. Una gran jauría sin discurso ni sentido. Casi
siempre a causa de una infección masiva. Un espantoso virus. Zombies que
caminan vivos por el mundo pero cuyas miradas extraviadas revelan una ausencia
de alma, una absoluta incapacidad de discernir.
Sospecho que la ideología del consumo es
el virus invisible que como un fantasma se propaga a través de la omnipresente
esfera mediática. Un virus que nos infecta por contacto visual, a través de las
múltiples pantallas. Con noticias y publicidad, cine y televisión, videos y
memes… Un virus que nos obliga a construir
la realidad a partir de las imágenes que observamos. Vide ergo sum, diría un Descartes contemporáneo. Y aunque
intentemos desechar las toneladas de información que recibimos a cada minuto,
en algún lugar de nuestro subconsciente quedarán alojadas para seguir moldeando
nuestras acciones y nuestros pensamientos. El poder de la ideología radica
precisamente en que nos impide ver lo que estamos consumiendo realmente, porque
no solo estamos esclavizados por la realidad que nos impone, sino que cuando
creemos que escapamos de ella con nuestros propios razonamientos, lo hacemos usando
precisamente la razón que fue programada y enajenada dentro de la propia
ideología. Zombies son los muertos que andan vivos en nuestras ficciones
cinematográficas, pero zombies también son los vivos que andan muertos en el
mundo, y que miran y replican muchos memes también.
No hay comentarios:
Publicar un comentario