Siete postales de la Séptima
2]
Inventario
de imágenes recolectadas bajando por una calle empedrada del barrio La
Candelaria, a cien metros de la Plaza de Bolívar:
Dos orientales disparando ráfagas con sus cámaras
digitales.
Tres rubias en shorts y sandalias conversando entusiasmadas.
Un indigente pidiendo una monedita.
Vendedores anunciando sus productos: tinto, perico, aromática.
Los olores de las hierbas: el cidrón, la hierbabuena, la limonaria.
Un puesto de obleas pero sin la cara de Mick Jagger.
Una montaña de tierra abandonada en la vía pública.
El sol picante de mediodía, que en la sabana de Bogotá no es otra cosa que presagio de lluvia.
Tres rubias en shorts y sandalias conversando entusiasmadas.
Un indigente pidiendo una monedita.
Vendedores anunciando sus productos: tinto, perico, aromática.
Los olores de las hierbas: el cidrón, la hierbabuena, la limonaria.
Un puesto de obleas pero sin la cara de Mick Jagger.
Una montaña de tierra abandonada en la vía pública.
El sol picante de mediodía, que en la sabana de Bogotá no es otra cosa que presagio de lluvia.
3]
Alrededor
de la Plaza de Bolívar se yerguen la catedral y el cabildo, como en cualquier
ciudad colonial fundada por conquistadores españoles para instaurar el control
político y la fe católica. Como en todo pueblo que se respete, aquí también hay
una iglesia y frente a la iglesia una plaza y en la plaza, en otra época, hubo
un mercado. En ese espacio es frecuente encontrar, los siete días de la semana,
turistas curiosos, clientes anónimos, vendedores y muchas palomas, demasiadas.
En todo el centro de la plaza, a los pies de un busto de Simón Bolívar, testigo
inerte de la historia de Colombia, bandadas de palomas se agarran a picotazos para
apoderarse de las migajas.
5]
— ¡A la orden, ¿qué libro busca?, ¿qué
libro es?!
— ¡El marañón, el marañón, el marañón!
— ¡Programas, cursos, juegos!
— ¡Series, películas, dividís!
— ¡Crucigramas, cuentos para colorear!
— ¡Todo a tres, todo a tres, todo a
tres mil!; ¡bien pueda, lo que coja, a tres mil!
En
la Séptima reina la economía del suelo. Un espacio donde los transeúntes pueden
comprar desde oro y esmeraldas
hasta su nombre en un grano de arroz.
Son las tres de la tarde. Las nubes espesas sobre los cerros orientales. Los
vendedores empiezan a cerrar las maletas y a recoger los plásticos que hacen
las veces de estantes portátiles. Aunque en esta ocasión, su afán no es
precisamente por el clima, sino por el camión de policía que se encuentra
ubicado justo enfrente de la Iglesia de San Francisco. Se trata de un operativo
contra el comercio informal en el centro de la ciudad, y parece ser que hoy sí
hay santo que valga. Del camión bajan quince auxiliares de policía. Con desgano se dirigen hacia los vendedores, casi
como contando los pasos necesarios para que estos puedan escabullirse con sus
mercancías. Éstos van recogiendo sus puestos improvisados, sabiendo que mañana probablemente
deberán volver a interpretar el rol de los jodidos, en el eterno juego del gato
y el ratón, en una rutina que resultaría cómica de no ser porque se trata del
modo de subsistencia de cientos de familias que no tienen otra opción al empleo
informal, sin contratos ni prestaciones sociales, mucho menos vacaciones o
bonificaciones, en un sistema que se alimenta del consumo y defeca a quienes no
pueden consumir.
7]
Un
inodoro tirado sobre uno de los tramos inacabados de la fase II del proyecto de
peatonalización de la carrera Séptima, epítome de esta obra que pareciera no
tener fin. ¿Cómo llegó hasta allí? ¿Quién lo tiró? ¿Será alguna forma de
protesta ciudadana o solo un desperdicio más en este gran inodoro que es
Bogotá, capital de Colombia? Si habitara una galería probablemente sería
considerado arte, aunque arrojado allí, entre la polisombra, desamparado,
anónimo e inútil, el inodoro no está exento de simbolismo. Lo inocuo, lo
absurdo y lo grotesco revolviéndose en un espacio ya de por sí inverosímil.
Desechado en la vía pública, se ha liberado de cualquier obligación. Sin
responsabilidades con la materia orgánica ahora puede entregarse de lleno a la
vida contemplativa. A desdeñar y criticar. De las heces que se encarguen otros,
dirá. También se ha librado de la culpa de ser el principal contaminante de
agua en el planeta. ¿Qué son 7 mil millones de humanos defecando todos los
días? La culpa es de los sapiens y su hábito de consumir mucho y contaminar,
dirá. Pero sin alcantarillado, el inodoro no encuentra su espacio en el mundo,
no sabe qué hacer. En la época de sus labores sanitarias, no se andaba con
rodeos. Actuaba con determinación y sin aspavientos. Nada de delicadezas. Nada
de me pareció, yo escuché, yo creí, esto y lo otro. Nunca necesitó fingir. Ante
las adversidades, él siempre tuvo la misma respuesta: ¡A la mierda! Borrón y
cuenta nueva. Evacuar todo para empezar de nuevo. Si alguien llegara hoy a la
ciudad y viera tantas cuadras destruidas seguramente se sentiría en zona de
guerra. Calles casi tan vulgares y sucias como las palomas. Aunque este inodoro
también podría leerse como metáfora irónica de Colombia, un país que en 200
años aún no termina de construirse, un país en el que las clases dominantes
llevan siglos cagándose en sus ciudadanos, y el mismo tiempo siendo dominadas
desde fuera. El pueblo es mierda y la religión un chiste flojo que nos contó
Occidente para justificar este plácido remanso sosegado que es la humanidad. Al
fin y al cabo un país de mierda, en un continente cagado, herencia de una
especie de mierda. Los humanos igual que otros mamíferos nacen, crecen, se
reproducen y mueren. Pero, únicos y especiales porque tienen alma y van al
cielo. Amén.
1]
Un tweet. Vía @tecnorot
13:07 - 25 abr. 2019 ¿Cuántas Alcaldías se necesitarán en Bogotá para ver al
fin terminada la peatonalización de la carrera Séptima? Hoy solo es una cloaca
de negligencia y corrupción, espejo de una República que lleva 200 años en obra
gris.
4]
Inventario
de situaciones cotidianas que se pueden presenciar un sábado cualquiera a lo
largo de toda la carrera Séptima, desde la Plaza de Bolívar hasta el Parque de
la Independencia, donde el único orden que prevalece es la percepción
permanente de estrechez.
Un
robocop con tenis de lona discutiendo con un habitante de calle por el espacio
público. Policías en patinetas eléctricas. Perros callejeros. Indigentes
husmeando la basura. Una alfombra de vendedores ambulantes extendiéndose por
todo el sendero peatonal. Cuatro ciclistas corriendo por la ciclorruta como si
estuvieran disputando el Tour de Francia. Dos funcionarios con chaquetas de “Bogotá mejor para todos” evadiendo los escombros de una obra abandonada.
Conciertos improvisados de cualquier cosa. Tres jóvenes vestidas con shorts y
ombligueras. Feliz Día, mis amores,
les grita un obrero del otro lado de la polisombra.
En
la Séptima, Bogotá se convierte en muchas bogotás. La ciudad de los peatones y las bicicletas.
La ciudad de los universitarios y los desocupados. La ciudad de los indigentes
y los funcionarios públicos. La ciudad del rebusque. La ciudad de los jodidos.
La ciudad pedigüeña que dice joven, me colabora
para el desayuno, que compra con un me
regala y que trata a los desconocidos de veci y de sumercé. La
ciudad de los bolardos y las obras inconclusas.
6]
La
Séptima es también un punto de encuentro obligado para la protesta social en
Bogotá. Sus calles acogen a manifestantes de todas partes del país, en medio de
procesiones sosegadas, que al final se disuelven sumisas en la Plaza de
Bolívar. Allí nacen y mueren las arengas, los gritos, las pancartas. Pero
nunca los grafitis: fachadas colmadas de trazos desprolijos, sintagmas
intrincados, signos provocadores, que además se propagan entre recovecos
inverosímiles por las paredes de toda la ciudad. La rebelión anónima del
aerosol.
En
los muros del edificio Manuel Murillo Toro, sede del Ministerio de las TIC,
leo:
MAESTROS LUCHANDO TAMBIÉN ESTÁN
EDUCANDO
+ EDUCACIÓN – GUERRA
NO MÁS ESMAD
SI NO VUELVO QUEMEN TODO
HIJUEPUTAS!!!
Ñapa
El
sol metálico de mediodía rebota sobre el asfalto. Los transeúntes llevan
chaquetas y sacos en el brazo, y caminan en rebaño en una eterna procesión de
hormigas. Desde la vista privilegiada que otorga el Parque de la Independencia,
puedo ver un hervor de personas de todos los estratos socioeconómicos, de todas
las razas, géneros y colores sobre la carrera Séptima. Es la diversidad hecha
espacio público. La democracia por antonomasia. Desde vendedores de todo
tipo de baratijas y golosinas hasta ejecutivos de traje y portafolio. Al verlos
caminando, sofocados, repetidos, diminutos, bajo el mismo sol de candela que
sofoca a toda la ciudad, se me atraviesa aquella metáfora de Jorge Luis Borges
en la que dibuja una imagen tan vasta como desoladora: las estrellas mirándonos
impávidas a través de los siglos. Entonces veo a peatones y ciclistas repetirse
casi infinitamente, absorbidos por un tumulto de gente inexplicable que al
final del día serán evacuados de las calles por el desagüe eterno de la
insignificancia, en medio de una rutina sin fin que en la mañana volverá a
llenarse de homo sapiens, igual que cuando se recarga una cisterna, con los
residuos provenientes de toda Colombia, circulando indefinidamente dentro de
una ciudad que es de todos y a la vez de nadie.
Por:
Camilo Pérez G.
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