Empiezo a creer que el Diablo me odia. Saber que voy a morir
en la misma casa donde murió Juliana y no poder hacer nada para impedirlo es
demasiado cruel. ¿Ya ni siquiera poder salir de noche? Fíjese, niña… para
alguien como yo, que vivió en un sinfín de lugares y ciudades, y que conoció
paisajes jamás presenciados por los ojos de ningún hombre, la peor de las
condenas es permanecer encerrado aquí por la perennidad.
Recuerdo que esa noche la ceremonia fue la misma de siempre:
Juliana se aseguró de apagar cada una de las luces de su morada, cerrar las
correderas, ponerle doble seguro a la alcoba y lanzarse en la cama, como
siempre lo hacía. Yo, subí al primer piso apenas cayó el sol.
Como solía hacerlo, apoyé su cabeza sobre mis brazos y le
clavé mis colmillos, de manera delicada, en su cuello. Ella no se movió en lo
más mínimo, pues dormía de manera profunda; mis colmillos en cambio se sacudían
saciándose con su sangre. Pero esa noche por alguna razón no pude parar. Solo
recuerdo sus enormes ojos afligidos que imploraban compasión. Esa noche me
excedí. Y por esa mala elección Lucifer me condenó a permanecer, los días que
me quedan, encerrado, esperando que llegue mi final.
Cuando empezaron a salir los primeros rayos de sol y vi el
cadáver yacer sobre la cama, un escalofrío me subió como un relámpago desde los
pies hacia la cabeza. A pesar de que el cuerpo ya se había empezado a
descomponer, podía percibir su presencia. Ella seguía allí mismo en la alcoba
—es decir, su alma— y la omnipresencia de su mirada me empezaba a paralizar.
Por el poder y maldad de aquella presencia confirmé en un segundo los rumores
que sobre Juliana circularon por décadas: era una bruja diabólica, y al igual
que yo había presenciado cómo varias generaciones de amigos y conocidos
nacieron y murieron.
Esa pavorosa verdad indicaba algo mucho más perverso: había
asesinado a una de las hijas de Belcebú y su rencor caería sobre mí con la
fuerza del Infierno. Quienes asesinan a una bruja diabólica en su morada quedan
condenados a permanecer encerrados en aquel lugar de por vida.
Desde aquel día, no he podido salir de la aciaga alcoba. Por
eso para sobrevivir, como las arañas he aprendido a devorar los seres que caen
en mi red.
—¡Glup!, ¡glup!, ¡mmm! ¿Aún me escucha, niña?
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