Esto hace rato dejó de ser divertido. El viento sopla fuerte sacudiendo las aguas que antes resplandecían de azul turquesa y ahora son turbias. Ya no veo jardines de arrecife, ni cardúmenes de colores, ni estrellas de mar... solo trato de sobrevivir.
A pesar del chaleco salvavidas estoy tragando más agua de la que puedo soplar por el ‘esnórquel’; la fuerza de la corriente me arrastra mar adentro y no veo cómo oponer resistencia. Desde adentro, el mar es un monstruo hambriento capaz de devorar lo que sea. Las continuas embestidas de las olas no me dejan nadar bien, ni respirar por el tubo del ‘esnórquel’, como lo explicó el guía, durante la breve inducción. Ahora, mi respiración agitada empaña las gafas de buceo y mis brazadas desesperadas no son suficientes para avanzar; en vez de eso la lancha pareciera hacerse cada vez más pequeña.
Nado
con furia, pero al ver lo insignificante de mi avance suelto el tubo del
esnórkel para —pienso— poder nadar mejor. Grave error. El esnórkel es una
herramienta imprescindible para observar la riqueza del mundo marino y también
para nadar en mar abierto, pues permite sumergirse y avanzar sin esfuerzo
mientras se sopla por el tubo. El problema es que por el fuerte oleaje es casi
imposible volvérmelo a poner. Ahora no solo me cuesta avanzar, sino también
respirar. Mi equipo resulta inútil y la angustia empieza a nublar mis
pensamientos y mis decisiones. Empiezo a entrar a una fase en la que hasta el
nadador más experimentado sucumbe: el pánico.
Sosteniéndome
a flote veo que Roland me hace señas desde la lancha. Entonces recuerdo su
recomendación mientras practicábamos ‘esnorkeling’ en aguas poco profundas, a 5
kilómetros de Providencia: “cuando estén mar adentro, agárrense de la cuerda.
Ni por el putas se vayan a soltar; por el mar de leva las olas están muy
bravas”. Roland es un cliché de la cultura raizal: rasta, piel oscura, ojos
azules y una parsimonia que puede desesperar hasta al más sereno de los
“continentales”; así llaman los nativos al resto de colombianos que venimos a
sus tierras.
—
¡La cuerda, broder, agárrala…, no podemos desanclar, toca que llegues hasta
aquí!, gritó el raizal, desde la lancha.
El
problema es que me descuidé por un minuto y la marea me alejó más de 50 metros
de la cuerda que me arrojó Roland desde la embarcación. Es ahora cuando
comprendo una cruel revelación: soy un punto insignificante en el Caribe y
estoy completamente solo.
No
es para menos: en el puerto la orden era no dejar zarpar ninguna embarcación
ante la alerta naranja decretada en el Archipiélago, por la cual quedaron
prohibidas la pesca y las actividades acuáticas durante toda la semana.
Mónica,
mi novia, prefirió quedarse en la lancha, desentendida del mundo, pero al verme
chapotear, se angustia y trata de señalarme un punto en medio de este desierto
líquido que me sigue absorbiendo…
Un
mes atrás el afán era otro. No teníamos ni idea a dónde pasar el Año Nuevo,
solo sabíamos que queríamos conocer un destino exótico. Contemplamos varias
opciones: desde la inmensidad del desierto de La Guajira hasta la
extravagante selva del Amazonas, pero en ningún momento Providencia. Le dije a
Mónica que aparte del mar de los siete colores, allí no habría aventura.
Sin
embargo, el hecho de que esta isla montañosa, ubicada a 800 kilómetros al
noroeste de Colombia, tenga la tercera barrera coralina más extensa del planeta
y haya sido declarada por la Unesco como Reserva Mundial de la Biósfera, fueron
argumentos suficientes para emprender el viaje. Aparte de eso, siempre
terminamos haciendo lo que ellas quieren.
Es
curioso cómo puede cambiar la percepción que tenemos sobre algo dependiendo de
la orilla en que nos encontremos. Hace una semana, cuando avistamos Providencia
desde la avioneta, a Mónica y a mí lo que más nos impresionó fue la tonalidad
azul propia de las aguas del Caribe. Esa sensación de tranquilidad que nos
produjo ese brillante mar color turquesa a 10 mil pies de altura, contrasta
ahora con estas aguas turbias que amenazan con arrebatarme la vida.
—
¡Agárrate de la llanta, amor!, grita Mónica desde la lancha.
Consciente
de que no tengo fuerzas para llegar hasta el bote, ahora me concentro en un
solo objetivo: alcanzar la llanta que me acaba de lanzar Roland. Nado
decididamente para agarrar mi tiquete de regreso al mundo.
Y
aunque la cuerda que sostiene la llanta aún está lejos de mi alcance, utilizo
la fuerza que me queda para abrirme paso a través de las olas. Como el salmón
voy contra la corriente y además lo hago de espaldas, porque es el estilo en
que nado más aprisa. A medida que avanzo boca arriba respiro profundamente
mientras observo la inmensidad del cielo, que a pesar de estar nublado me llena
de confianza. La importancia de tener una meta es lo que nos permite
sobrevivir, pienso.
Entonces
tomo toda la cantidad de aire que admiten mis pulmones y en estilo libre
empiezo a dar las últimas brazadas hacia la llanta. La agarro como se aferraría
a una rama un alpinista que está a punto de caer a mil metros de altura.
Mientras la sostengo, Roland va jalando la cuerda cadenciosamente...
De
regreso a Providencia, desde la lancha aún puedo observar esa extensa
plataforma coralina y su biodiversidad marina, que es custodiada por inmensas
olas que se extinguen para dar paso a otras. Atrás han quedado cientos de peces
de colores, sus jardines de arrecife y las gigantescas colonias de
diminutos seres que los habitan. Sumergirme y nadar junto a ellos fue como
transportarme a otro mundo, en el que la gravedad y el tiempo no existen.
Por: Camilo Pérez García
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