—Si los colombianos fueran dinosaurios hubiesen votado por el
meteorito— sentenció Carlos Rodríguez, funcionario público, con la mirada fija
en su copa.
—No es para tanto, dotor. Simplemente los colombianos le dijimos
No a unos acuerdos que no le convenían al país— le replicó Álvaro Solano, su
conductor, mientras servía otra tanda de aguardientes.
—¿Y otros 50 años de guerra nos convienen más? — gruñó,
tomándose el aguardiente de un solo trago.
— ¿Pero a qué costo, dotor? Prefiero vivir en un país en guerra,
que en un país entregado al castrochavismo.
— ¡Y dale con el castrochavismo! ¿Dígame qué coños entiende
usted con esa palabra tan mentada en los noticieros?
—Nada más y nada menos que entregarle el país a las Farc,
volvernos como Venezuela. ¿Le parece poquito, dotor? — masculló Álvaro,
mientras servía el último trago de la botella.
—¿Y es que acaso vivimos en Suecia? No se da cuenta que durante 200 años nos han gobernado las mismas
10 familias, y usted a estas alturas creyendo que las élites colombianas le van
a entregar el país, así no más, a las Farc. ¡Qué cuento tan chimbo! Eso sería
desconocer toda la historia de guerra y sangre que a ha pagado Colombia en más
de cincuenta años.
—¿Y qué me dice del sueldazo que les van a pagar a esos guerrilleros
de mierda cuando se desmovilicen, y peor aún, con nuestros impuestos?
—¡Bahh! Esa es otra falacia que les metió en la cabeza la
oposición a ustedes, a los del No; la misma falacia que les metieron con la
ideología de género a los cristianos que se sumaron al No; la misma falacia que
les metieron con el cuento de que iban a imponer un impuesto de posguerra a los
empresarios que también votaron por el No; la misma falacia que les metieron a los
soñadores e idealistas que votaron por el No simplemente porque con el Sí no se
arreglaban todos los problemas de este país,—dijo Carlos, con la mirada
perdida, como si en ese preciso momento le hubiera llegado la mayor de las
epifanías.
—¡Mesero!… Tráiganos otra botella de guaro.
En ese momento Álvaro había dejado de prestar atención a su
interlocutor. Pasaba cuidadosamente las hojas de su cuaderno de recetas
buscando algo, con el mismo escrúpulo con que extraía minas ‘quiebrapatas’ en
su finca, 10 años atrás, antes de que la guerrilla se tomara el pueblo e hiciera
una terrible masacre en la que perdió a varios de sus paisanos, y a su familia.
—¡Aquí está!— exclamó. Y extrayendo una antigua foto del
cuaderno de recetas, clavó la mirada sobre su compañero, que se disponía a
servir otra ronda de aguardiente.
—Estas eran mi vieja y mi hija, dotor. ¿Bonitas, no? Pues un día
un grupo de treinta hijueputas se metieron a la finca, mataron a los perros, las
sacaron de la casa, y en el patio, junto a la sangre de los animales, las violaron
una y otra vez; toda la tropa les pasó por encima. Las mataron, al igual que
los paisanos de las fincas vecinas, por
la sospecha de que ser colaboradores de paramilitares. Yo, desde ese día dejé
de tener paz, dotor, y todavía me despierto a medianoche con las mismas
pesadillas.
A pesar de que ya estaban terminando la segunda botella de
aguardiente, Carlos había adquirido una palidez fantasmal, lo escuchaba
petrificado. Por un segundo dimensionó la guerra que hasta entonces había
consumido como noticias y estadísticas que veía por televisión, muy lejos de su
sofá. En ese momento, todos sus argumentos se derrumbaron como un castillo de
naipes, con el desgarrador testimonio de una víctima más, de un conflicto
armado que él veía demasiado lejos para ser verdad.
—Por eso dotor yo no quiero que el Gobierno llegue a un acuerdo
con esa guerrilla, yo lo único que quiero es que el Ejército y los paras los
exterminen, así como ellos lo hicieron con mi familia.
—¡Para eso pagamos impuestos, dotor!
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